Debe haber sido el año 2002. Instalado en el Teatro Municipal de Valparaíso, escuchaba uno de tantos conciertos de mi agrupación musical favorita, Inti Illimani, que acababa de lanzar su disco “Lugares Comunes”. Y en medio del espectáculo, la banda presentó “Vino del Mar”, una de sus canciones nuevas.
Un delicado arreglo del director musical Manuel Meriño, interpretado en su siempre virtuosa guitarra, dio paso a las voces de los ocho integrantes, en perfecta armonía. Luego se sumó, sutil, el violín de Daniel Cantillana. Sobre esa hermosa atmósfera, sin embargo, se contaba una historia de inmenso horror, pero con la elegancia de la fina pluma del poeta y cantautor conconino Patricio Manns.
En sus versos, una mujer “vino del mar con una cicatriz que dividía su pecho en dos, trazada por un furioso puñal”. Ella quedó “muerta en la playa gris, bajo un fulgor crepuscular”. Mi espalda y mi garganta, hechas un atado bajo esta canción que -pese a su suavidad- pesa más de una tonelada, se soltaron en una lágrima hacia el final, cuando sorpresivamente la música cesó y solo siguieron las voces, en el silencio del teatro lleno, para cantar “vino del mar y era una estrella azul danzando en altas olas de sal. Volviste a mí porque me ataste al nudo de la eternidad”.
La mujer de la playa era Marta Ugarte Román, profesora y militante comunista, partido al que asesoraba en temas de Educación durante la Unidad Popular. Una figura que, ha confesado Manns, se ha convertido para él en prácticamente una obsesión.
Y es que tras el Golpe de Estado de 1973, Marta Ugarte debió pasar a la clandestinidad, alcanzando a escapar de los organismos represores hasta agosto de 1976. Con 42 años fue detenida y ninguna corte aceptó el recurso de protección presentado por sus cercanos. Desde entonces se le perdió el rastro, aunque los años y la confesión de algunos militares arrepentidos permitió establecer que estuvo en Villa Grimaldi y Peldehue, donde fue sometida a crueles martirios: fue violada, torturada, quemada y le arrancaron las uñas.
En septiembre de 1976, un mes antes de mi nacimiento, en Peldehue un médico le puso a Marta una inyección para que muriera. Luego fue subida a un helicóptero, dentro de un saco, para lanzarla al mar atada a un riel. Los militares la vieron moverse, por lo que tomaron el alambre que la unía a la barra de metal y la ahorcaron. Quizás ese fue su error, porque luego, en el apuro por arrojarla a la vastedad azul, el riel se soltó y el cuerpo de la profesora, en vez de hundirse, flotó dentro del saco suavemente sobre las olas -tal como en la melodía de Meriño- hasta el balneario La Ballena, en La Ligua.
Ahí la encontró un pescador el 12 de septiembre, amarrada con alambres, con esa “cicatriz que dividía su pecho en dos”, además de fracturas de columna, costillas y brazos, el hígado y el bazo reventados. El aparataje de la dictadura instaló la versión de un salvaje crimen pasional, incluso cambiando su edad a la de una joven de 23 años.
Toda esta alevosía y barbarie, sin embargo, permitió “encender un fuego sin furor”, que ayudó a “alumbrar la noche”, tal como escribió Manns para el track 9 del disco de Inti Illimani. Porque Marta fue la primera víctima reconocida y el único cuerpo que devolvió el mar, lo que permitió descubrir, con dolor, lo que estaba pasando con cientos de detenidos desaparecidos, que como ella, también fueron arrojados a las profundidades del Pacífico, atados a un riel. Los mismos que inspiran las poleras, mochilas y calzones “Mi General Pinochet’s Helicopter Tours”, propias de dementes y que se venden a 22 dólares por Internet.
El sábado 28 de abril -poco después de la polémica por una fotografía de José Antonio Kast y un adherente suyo con una de esas poleras- fue inaugurado un memorial que recuerda a Marta Ugarte en La Ballena. Tal como la canción “Vino del Mar”, es otro justo homenaje a una víctima, que con su feroz tormento ayudó a conocer, solo en parte, una verdad que a Chile le sigue haciendo falta.