Hace algunos días recibí una invitación que me sorprendió y que me quedó dando vueltas: nada menos que ir a pasar un día a la famosa “Playa Luna”. Por si usted, estimado lector, no lo sabe, esta playa ubicada entre Horcón y Maitencillo -en la aporreada comuna de Puchuncaví- es el único reducto del movimiento nudista del país y donde por una obligada costumbre solo se puede entrar tal como llegamos al mundo.
Recibida la invitación mi memoria rápidamente viajó al pasado, porque en el año 2002, hace 15 primaveras, me habían invitado a la performance que iba a fotografiar el norteamericano Spencer Tunick en el Parque Forestal de Santiago y donde hasta una abuelita (que después fue entrevistada in puribus por Felipe Camiroaga) se hizo famosa por andar disfrazada de Eva (la del Paraíso) pero sin la hojita de parra.
En esa oportunidad la idea era casi escandalosa. Hubo debates sobre la moralidad o inmoralidad de apilar a centenares de personas con las “presas” al aire; muchos decían que no iban a faltar los que iban a “vitrinear” qué tan equipado era el de al lado; las iglesias abrieron las Biblias en el capítulo de Sodoma y Gomorra; los políticos argumentaron que era la oportunidad para sacudirse la represión heredada de la dictadura conservadora, en fin, el tema dio para todo.
Pero a pesar de eso, esa fría mañana de junio, llegaron más cuatro mil chilenos que felices y sintiéndose pioneros del empelotamiento, dejaron sus ropas donde les indicó la organización del evento y partieron como cabros chicos a tomar posición entre los añosos plátanos orientales del parque.
Allí, subido en una escalera tipo “A”, Spencer los ordenó, los encuadró y los retrató para la posteridad sin que -hasta hoy- nadie se haya quejado de algún abuso o agarrón. Miradas debe haber habido, total, como decía alguien por ahí: “El que no ha visto, que vea; y el que ha visto, que compare” y en definitiva en mirar no habría pecado -dicen- pero esas son materias para otros especialistas.
Pero volvamos al tema. En esa oportunidad -cuando me invitaron- la idea me quedó dando vueltas, entonces era más joven y más osada, pero no menos friolenta que hoy y, entonces, la idea de exponerme al invierno santiaguino mató instantáneamente mi incipiente audacia y me limité a ver por televisión cómo corrían los piluchos (eso sí, debidamente pixelados).
Hoy, quince años más tarde, vuelvo a recibir una invitación similar y nuevamente aflora esa audacia que alguna vez se me achunchó por el frío. Me pregunto qué podría perder y qué podría ganar. Quizás todo dependa de cómo esté el tiempo ese día. Hasta entonces, seguiré pensándolo.