Una Iglesia que me deja con pocos argumentos

Publicado el at 10:39 am
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Me formé en un colegio de curas y, como seguramente les pasa a muchos que lo hicieron, vi cosas que no me gustaron. Y, siendo justo, también presencié algunas más nobles, de religiosos que representaron dignamente las enseñanzas de Dios.

Claudio Espejo
Claudio Espejo Bórquez
Editor

Más allá de algunos rumores, nunca vi algo que fuera digno de una denuncia. Sin embargo, con los años, el colegio de Viña del Mar donde estudié mis enseñanza básica y media, fue objeto de investigaciones de al menos un caso de abuso sexual. Yo ya estaba trabajando como periodista en San Felipe y me dio mucha pena saberlo.

Pero lo sucedido desde el año pasado a esta fecha, con sucesivas denuncias contra sacerdotes y hermanos por delitos sexuales, hace que esa pena por un hecho que parecía aislado se convierta en decepción y rabia. Simplemente, porque lo que se mostraba como “hechos aislados”, terminó siendo una práctica instalada en algunos colegios católicos, cobijada cobardemente bajo amenazas veladas, silencios cómplices de directores y rectores e intentos de la Iglesia por ayudar a que esas vejaciones se desvanecieran por la acción del tiempo.

Pero un abuso sexual deja cicatrices eternas y, con toda justicia, hoy el tema está en el centro de la atención, mostrando a Chile como un lugar donde el Vaticano tuvo que dar un golpe fuerte, motivando la renuncia de todos los obispos del país. Quizás esta acción sea la única de su tipo en la historia cristiana, donde un Papa toma las riendas y las usa para dar latigazos contra esa parte del clero que se creyó con un poder tan absoluto, que podía dañar la vida de muchas personas, sin que sus acciones tuvieran consecuencias.

Entiendo perfectamente a quienes hoy dicen sin los miedos de antaño que no tienen fe. Que no creen en Dios. Incluso ven en la acción religiosa una forma de aturdimiento emocional y mental que limita la libertad del ser humano. Quienes sí creemos, a veces tratamos de argumentar las razones de esa fe. Pero tristemente nos hemos ido quedando sin argumentos. Y eso vuelve a doler, decepcionar y enrabiar.

La creencia en Dios debiera hacernos más felices y no convertirnos en seres paranoicos, huyendo de un castigo infernal, por obrar mal. Debería hacernos libres y no esclavos de dogmas intolerantes e irrespetuosos con la diversidad. Debería estar guiada por pastores en sínodo permanente, acompañándonos en la búsqueda de la vida eterna, y no por patrones intocables, dueños de una verdad manipulada y constructores de mentiras crueles y abusivas.

Esos falsos pastores traicionan su obligación de enseñarnos a amar con el corazón limpio.

En vez de eso, han empujado a muchos a reemplazar ese amor por dolor; la felicidad por pena y la creencia en Dios en una duda razonable de que, ante tanta maldad de algunos líderes de la Iglesia, el gran jefe que nos mira desde el cielo simplemente no exista.

 

 

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