La “Ultima Carilla” del viernes ha traído muchos comentarios, porque el tema de la permanente conexión se ha transformado casi en un drama. Nadie suelta el teléfono en ninguna parte. Hace unos días, se presentó en la zona una famosa obra de teatro, a la que inteligentemente invitaron a muchos alumnos, pero lamentablemente, más de la mitad de ellos no vieron nada más que su celular. Irrespetuosamente, durante la presentación de los actores en el escenario, ellos seguían conectados pero desconectados de lo que estaba pasando en la sala a la que asistían. Los profesores guardaron silencio.
Hace una semana las calles de nuestras ciudades volvieron a tener la agitación que solamente saben darle los estudiantes, ese colorido y alegría con que se mueven todos los días, inundando con sus diálogos y risas el centro y todos los barrios. Han concluido las vacaciones de invierno y ellos pasan distraídos como bandadas de pájaros que no saben bien hasta dónde llegará el vuelo. Caminan, corren, se gritan y van dejando a su paso un nuevo ambiente, que valoramos solamente cuando no lo sentimos, cuando ellos no están.
Las vacaciones de invierno son un par de semanas más dedicadas a los estudiantes que a los adultos. Son un tiempo de libertad en medio de los días del frío y la lluvia.
Conozco padres que saben arreglárselas para hacer de estos quince días un tiempo para desarrollar algunas cosas nuevas al interior de la familia. No siempre se necesita una gran cantidad de dinero para poder tener unas buenas vacaciones. Lo primero es definir el tema. Vacaciones temáticas, diría un joven animado. Tener claro lo que se podría aprender en esos días, porque ahí está la clave de lo que debieran ser unas vacaciones para estudiantes: intentar aprender de otro modo lo que está ocurriendo en la sociedad en que viven.
Tengo diversos ejemplos que vivieron familias en estas vacaciones, pero en verdad, el que más me importa contar, porque se relaciona directamente con lo que escribí el viernes pasado es lo que me contó un luminoso papá. Tiene un grupo de seis personas (su esposa y cuatro hijos) que se fueron en dos carpas a instalar en un cerro cercano, y que el padre, un inteligente profesor de nuestra zona, llamó “vacaciones sin conexión” y todos tuvieron que dejar sus celulares y sus computadores y todos sus elementos de conexiones.
Cuentan que la experiencia fue formidable, que nunca como en esos días estuvieron más conectados, que inventaron una nueva forma de hacer Internet: cara a cara, sin cables de por medio, que vivieron un nuevo Facebook, donde los participantes se podían tocar. Su Twitter era un par de gritos en medio del campo. La red era de seis, intensamente de seis.
Cambiaron la red social por la red familiar. Cambiaron la conexión lejana por la conexión cercana. Cambiaron de pantalla a pantalla por cara a cara. Cambiaron la lectura de un texto por la lectura de los ojos.
Todos los integrantes del grupo familiar tuvieron tiempo para encontrarse intensamente. Los papás entre ellos. Los hermanos entre ellos. Cada papá con cada hijo. Estaban asombrados de lo cerca que vivían y de lo lejos que estaban. Las murallas de las piezas de la casa se habían transformado en muros infranqueables. Cada uno en el hogar vive sus conexiones con el exterior, pero muy poco con el interior. Todos sabían mucho de los demás y poco de ellos mismos. Por eso las carpas fueron verdaderos nidos de pajaritos donde todos se encontraron. Los papás en la suya, los niños en la otra. Juntos como nunca lo habían estado.
La reflexión final del profesor fue pensar que la tecnología es magnífica en sus beneficios, pero perversa en sus perjuicios.
Conozco más gente en vacaciones: unos llevaron a sus hijos a Miami, otros a Santiago, hay quienes salieron solamente los fines de semana, y muchos, la mayoría, dejó que sus hijos compartieran con cientos de amigos con los que pasaron horas en la pantalla, pero a los que no vieron nunca.