Por Roberto Silva Bijit
Fundador “Diario El Observador”
Cuando eran las 5:52 horas del día 29 de enero de 1985, una sonora descarga de fusilería se escuchó al interior de la cárcel de Quillota. El oficial a cargo, bajó silenciosamente su espada y desde los cañones de los fusiles de los dos pelotones de 8 fusileros que estaban al frente de cada uno de los condenados a muerte, habían salido 14 balas, 7 al corazón de Jorge José Sagredo Pizarro, de 29 años, y 7 al corazón de Carlos Alberto Topp Collins, de 35. En cada uno de los grupos, había un tiro de fogueo, que se usa para que los gendarmes puedan decir que justo a él le tocó y de esa forma sentir que no mató a los condenados.
Las balas dieron en el disco de cartón color rojizo que les habían prendido a la altura del corazón a los dos homicidas. Permanecieron atados al banquillo, sangrando, pero muertos. Las cabezas ladeadas. Entran en escena dos médicos que constatan la muerte, para el informe legal, pero la muerte ya está instalada en ese lugar, a la vista de todos los testigos, que también son un requerimiento judicial.
El silencio y el olor a pólvora. El ruido de la muerte en la mente de todos los presentes. El antes y el después. Verlos caminar, temblorosos, y finalmente, verlos ladearse en su silla, ya sin vida. Complejos segundos pasan entre la vida y la muerte.
La antigua cárcel de Quillota, ubicada en San Martín esquina Chacabuco, había sido elegida como escenario final del bullado caso de los sicópatas, que tuvo a toda la región angustiada por crímenes y delitos perpetrados entre junio de 1980 y noviembre de 1981.
El fallo unánime de la Corte Suprema, conforme a lo dispuesto por la Tercera Sala el 17 de enero de 1985, los condenaba a muerte por una lista de 30 hechos delictuales, entre los que se contaban 10 crímenes, violaciones y robos con intimidación y violencia.
El general Pinochet, que gobernaba en esa época, no les concedió el indulto por la conmoción que el caso había causado en la opinión pública del país. Pudo haberlos dejado con cadena perpetua, y al no hacerlo, Sagredo y Topp fueron los últimos condenados a muerte en Chile, ya que el 29 de mayo del 2001, después de once años de tramitación, fue finalmente derogada la pena de muerte en el país, reemplazándola por el presidio perpetuo, lo que implica un castigo de 40 años efectivos de cárcel, que como ya hemos visto, no siempre se cumplen.
Después de 1985, aunque la pena de muerte estaba aún vigente, no se volvió a aplicar, ya que los seis delincuentes que fueron condenados en los años siguientes, fueron a su vez indultados por los presidentes Aylwin y Frei. Durante toda la vigencia del máximo castigo, hubo 58 ejecuciones para que los reos pagaran con su vida los actos delictuales cometidos.
Si Pinochet hubiera indultado a los dos ex carabineros, los malditos sicópatas habrían quedado en libertad unos 20 años después, es decir, en el año 2005 los habríamos visto paseando por las calles de Viña del Mar o Valparaíso. No sabemos el destino de esos primeros seis indultados durante los gobiernos democráticos.
Cuando este fusilamiento ocurrió, hace 38 años, el Director Nacional de Gendarmería cursó una invitación a un representante del diario “El Observador”, tal como lo señala el reglamento, en que los periodistas son testigos de que la ejecución se cumplió y con las personas condenadas.
No pude asistir al fusilamiento, porque en esos días nació mi hija. Ella me trajo vida, mientras que la invitación de Gendarmería me traía muerte. Todo al final es como en las páginas del diario, en que se mezcla la vida y la muerte, la tristeza y la alegría, los fracasos y los triunfos. Como la vida misma.