Roberto Silva Bijit
Ayer me tocó realizar un viaje por varias ciudades de nuestra zona. Y contra todo lo que se dice, las calles estaban desiertas, vacías, los negocios cerrados, las plazas despejadas, muy poca gente, una patrulla militar, un par de carabineros, tres personas frente a una farmacia y los bancos sin filas de espera.
También se escuchaba un nuevo silencio. Una especie de paralización, como si las familias se hubieran ido y hubieran abandonado la ciudad en busca de mejores territorios.
Hay también un temor que recorre la ciudad y que se ve en las mascarillas que nadie se saca y lo rápido que la gente se mueve para tratar de hacer sus trámites en el menor tiempo posible, o mejor dicho, con la menor exposición posible al virus.
Las iglesias cerradas. Los colegios cerrados con unos cuantos letreros anunciando cosas que tal vez nunca pasarán. Otros abiertos y transformados en vacunatorios, donde las personas esperan en sillas distantes por lo menos dos metros del próximo que se vacunará. Pocos autos en los centros de cada ciudad, y mucho menos todavía en las carreteras de acceso.
Un panorama sombrío, como quizá deben ser las ciudades en guerra, o las ciudades después de una catástrofe. Un ambiente tenso y muchas reflexiones sobre la posibilidad cierta que la pandemia comenzó a tocar fondo en las personas, que ahora no salen, que ahora se cuidan, que ahora se ven obligadas a cumplir una cuarentena, que también, por otra parte, trae tantos problemas económicos y tantos conflictos al interior de cada casa. Hay que decir también, que mucha gente disfruta los encierros y valora el nuevo tiempo que se ha creado al interior del hogar, la cercanía con su familia, reconoce la importancia del teletrabajo y entiende que muchas cosas que antes hacía, no eran indispensables y que hay otras personas que las pueden hacer por uno. Y ahí se abre la puerta del delivery, que cada día es más ancha.
La morgue del hospital Van Buren, que es bastante grande, está repleta, colmada de cadáveres que el virus del Covid llevó hasta esos mesones fríos. Después lo desmintieron, pero no pudieron negar que el domingo en la tarde había dos camiones con contenedores refrigerados junto a la morgue.
Los hospitales sin camas, atendiendo en los boxes y hasta en las camillas de las ambulancias. Preocupación por encontrar otros espacios donde atender contagiados. Las clínicas privadas habilitando camas. Los consultorios y postas, trabajando para sumarse a la gran preocupación que genera saber que los enfermos no puedan ser recibidos en los hospitales.
Frente al nivel de contagio, el más alto desde el comienzo de la pandemia hace poco más de un año, activó a todos los que tenían dudas sobre la eficiencia de la vacuna. Hay más gente que se quiere vacunar. Pasadas un par de semanas después de la segunda dosis, la vacuna comienza a funcionar en pleno. No evita el contagio, pero disminuye los efectos terribles de la enfermedad. Entre vacunarse y no vacunarse, no hay donde perderse.
Cuando se siente que estamos tocando fondo, se siente también que podríamos comenzar a salir y vuelven las esperanzas de saber que podremos volver a abrazarnos y celebrar el final de la “peste” con los seres más queridos.