Entré al correo de Quillota como a las 3 de la tarde. Hace tiempo no lo hacía. Es un espacio que conozco bien, porque mi tío Luis Bórquez fue funcionario varios años. Él movió unas piezas para que, en el verano de 1998, pudiera trabajar como operador postal en el Centro de Distribución de Viña del Mar. Con lo ganado, pagué mi primer viaje a Chiloé.
Por eso le tengo cariño al servicio postal y había visto con tanta melancolía la reducción paulatina de sus servicios, con oficinas que ya no estaban tan llenas de público como antaño.
Sin embargo y tal como en otras instituciones, la inmigración le inyectó energía, con el ir y venir de encomiendas entre los recién llegados y sus familias.
Así lo pude comprobar en mi reciente visita a la esquina de calles O’Higgins y La Concepción. Antes y después de mí, la mitad de los clientes era chilena y, la otra, extranjera.
Cuando esperaba mi turno, arribó un inmigrante haitiano, que inmediatamente se sentó. Un par de pasos atrás, una chilena se acercó a sacar un número de atención. El joven le preguntó con un español atropellado si ése era el sistema de atención. Mientras pronunciaba un “sí” interdental, la mujer se apuró en cortar un número, quedándose con el 36 en su mano. El haitiano, que había llegado antes, sacó el 37 y le consultó por qué había quedado con el número mayor y ella con el menor. Sin mostrar vergüenza o arrepentimiento por la “avivada”, la mujer contestó: “¡No es problema mío que usted no haya sacado el número antes!”.
Ahí descubrí que mi compatriota nunca había escuchado esa linda canción que dice: “¡Y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero!”.
Reconozco que no contuve el impulso y me acerqué al haitiano y, en voz (bien) alta, le comenté: “Amigo, aquí en Chile lamentablemente no todos son amables como se quisiera”.
Parece que la frase tocó el corazón de mi compañera de espera y, cuando la funcionaria del mesón llamó al número 36, se convirtió mágicamente en la más solidaria de las connacionales. “Atiéndalo a él nomás, porque llegó primero”. No hubo sonrisa. No hubo gesto amigable. Pero, para el caso, ya era mucho pedir.
El haitiano había respondido desde el principio con una sonrisa. Cuando yo hice mi denso comentario, reaccionó simplemente con una carcajada.
Quizás exagero el alcance de este incidente en mi cabeza, pero sentí que a los chilenos nos es muy fácil hacernos “mala sangre” por pequeñeces. Así como también es conmovedor ver a los inmigrantes combatiendo su difícil inserción en un país desconocido, con alegría y gestos amables.
Soy un convencido de que la inmigración ordenada es un aporte a nuestro desarrollo. No sólo económico, sino -por sobre todo- humano.
Es tan absurdo que en un país sin los desastres sanitarios de Haití; sin la violencia desatada en amplias zonas de Colombia; y sin los gravísimos quiebres institucionales de Venezuela, sigamos siendo tan hostiles en una fila de correos, la espera en un supermercado o la esquina de un semáforo que cambia de rojo a verde.
Foto principal: Radio U de Chile