Las mejores vacaciones de mi vida

Publicado el at 16/02/2018
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Debo haber tenido 10 o a lo sumo, 12 años. Lo que sí recuerdo prístinamente fue la emoción que nos embargó a mi hermano y a mí, cuando más o menos en enero, mi papá anunció alegremente en la mesa que ese año-por fin- nos iríamos de camping y ¡al sur!

Marisol Valdés Riffo
Secretaria de Redacción

No es que antes no hubiéramos tenido vacaciones. Por el contrario, en esa época vivíamos en Santiago y tuvimos la fortuna de tener una casa de veraneo en Concón, donde nos veníamos todos los veranos. Pasado el Año Nuevo, mi mamá y mi papá echaban de un cuanto hay, incluido el refrigerador, la cocina y un par de camas, repartidos arriba de la vieja camioneta Chevrolet ’56 y el Peugeot 404 y cuando hasta el gato se subía -pues también se iba de vacaciones arrellanado arriba del respaldo del conductor- partíamos en una alegre travesía por la ruta 68.

Pero después de varios años de bañarnos en las playas Negra y Amarilla la cosa fue perdiendo nuestro interés y comenzamos a pedir otro tipo de vacaciones. Queríamos ir de camping.

Así, esa sorpresiva noche de verano, mi papá llegó con la tremenda noticia: se había conseguido una carpa con un compañero de trabajo, asi que ya teníamos lo principal. Ni hablar de sacos de dormir, habría que acomodarse con algunas frazadas y pare de contar, pero como éramos una familia descomplicada, esas cosas eran meras menudencias.

Una mañana de febrero partimos con el Peugeot cargado hasta el techo -y sin el gato, que esta vez quedó encargado a una vecina- rumbo a las lejanas tierras de Panguipulli. No recuerdo muchos detalles del viaje, pero si el momento exacto en que abrimos la carpa para armarla.

Eso, porque con la emoción del viaje, a nadie se le ocurrió abrirla y armarla antes de viajar. Y ahí quedamos, con expresión de asombro mirando una carpa de playa -esas cuadradas de lona listada, que se armaban con cuatro palos y que servían para cambiarse ropa en la playa- justo cuando desde el cielo sureño comenzaba a caer una lluvia torrencial.

Como no hubo tiempo ni siquiera para las recriminaciones matrimoniales, armamos la carpa, le acomodamos un plástico grande prestado, hicimos canaletas alrededor para desviar el agua y acomodamos los bultos en el interior por las orillas, para tapar los exactos 14 centímetros que quedaban abiertos entre el suelo y la lona.

Así dieron las cuatro de la mañana. Ya no llovía y, de pronto, se oyó un “grrrfff… grrrfff”. “¡Eduardo! ¡Anda ‘algo’ allá afuera!”, dijo mi mamá.

Esa noche, mi papá -con así unas tremendas “pepas”-, se armó de valor, levantó la lona, sacó la cabeza y se encontró -nariz con nariz- con un tremendo chancho que andaba rastrojeando. “Grrrfff… grrrfff”.

Y hoy, después de 40 años sigo riéndome de esas, las mejores vacaciones de mi vida…

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