En conversaciones de sobremesa, o cada vez que alguien se separa y hasta en los discursos políticos o religiosos, la gente asegura -con mucha facilidad- que la familia chilena está en crisis.
Determinar si es efectiva una afirmación tan amplia siempre es complejo, pero hay algunos antecedentes que nos permiten asegurar, al menos, que la familia chilena está cambiando, que le están pasando cosas, buenas y malas, que hay una evolución hacia nuevas situaciones. A la discusión se ha agregado no solo el matrimonio entre parejas del mismo sexo, sino además su propuesta de adoptar hijos.
Vamos por parte.
Un dato duro casi increíble: el 58% del total de los nacimientos registrados oficialmente, es fuera del matrimonio. Hace poco más de 40 años, en 1960, el porcentaje era del 16%.
Viven juntos, hasta tienen hijos, pero no se amarran con libretas en el Registro Civil, ni menos en la iglesia”.
Por lo tanto, más de la mitad de los hijos nacidos en nuestro país no tienen un padre y una madre, que formando un matrimonio, estén dispuestos a educarlos, conforme al modelo tradicional, donde cada uno juega un rol diferente. Hoy en día son muchos los llamados hogares monoparentales, que son los que tienen al frente de la familia a uno sólo de los padres (estadísticamente hay una mujer de jefa de hogar en el 31% de las familias del país) lo cual configura una nueva forma de hacer familia. En los currículos las personas escriben: “soltera, un hijo”. Escribir eso hace unas décadas habría sido ridículo, como un contrasentido. Hoy es normal.
Pero el cambio más sustancial es la edad en que se casan y la cantidad de hijos que aspiran tener. Se casan cerca sobre los 30 años y no quieren tener más que dos hijos.
Las cifras muestran que la tasa de fecundidad (promedio de hijos por mujer) es del 1,9%, que está por debajo de la tasa de reposición de la población, que es del 2,1. Hace 40 años era del 5,4.
Hay menos cinismo y ya parece que la felicidad de cada uno es superior a las apariencias”.
Los matrimonios han bajado a la mitad en menos de 20 años. La gente joven ya no quiere casarse ni comprometerse en nada que le parezca definitivo. Viven juntos, hasta tienen hijos, pero no se amarran con libretas en el Registro Civil, ni menos en la iglesia. Quizá sea una nueva forma de expresar la nueva cultura de lo desechable.
Muchos de ellos son hijos de padres separados, que no quieren repetir la experiencia. Hay que considerar que según las estadísticas de hace diez años, en Chile, de cada mil matrimonios, hubo 241 separaciones. Hace 25 años, esa cifra llegaba apenas a 36 por cada mil. Y en estos datos hay que tomar en cuenta que muchos padres separados, al no efectuar los trámites de divorcio o nulidad, no son registrados en las estadísticas.
Pero lo que nos preguntábamos era si la familia estaba en crisis, asumiendo que es el pilar fundamental en el que descansa la sociedad, y especialmente, la formación de valores en las personas.
La familia se ha renovado. Los hijos hablan de otra manera con sus padres, tienen más confianza, se dicen las cosas más con el corazón. Hay nuevos lazos con los sobrinos y los tíos, con los padres de los amigos. Las familias ensambladas se han hecho realidad, donde sin mayores dramas, los hijos de la mujer comparten con los hijos de la nueva pareja. Hay menos cinismo y ya parece que la felicidad de cada uno es superior a las apariencias.
Los verdaderos problemas son la falta de tiempo, el desencuentro generacional, la ausencia de los padres en la casa porque los dos están trabajando, la soledad que vive cada uno de los componentes de la familia.
Pero la crisis de la familia se va a manifestar no en más o menos hijos o matrimonios, su expresión más dolorosa será cuando los padres dejen de inculcar a los hijos los valores que marcan a las personas, haciéndolas mejores o peores para toda la vida.
Somos como nuestros padres nos hicieron.