No sé por qué a la gente le gusta tanto el verano. Es difícil entender el gozo que el sol produce en tantas personas. Sé que hay respuestas sicológicas y sociológicas a esta alegría colectiva. La hipófisis, la serotonina y la melatonina, tendrían que ver con el asunto.
Yo, que soy más moderado y menos rebuscado en mis preferencias, esta estación climática no es, para nada, la mejor del año. A mí lo único que me provoca el estío es un calor que no lo aguanto, un sudor que me recorre todos los recovecos del cuerpo y un sofocón que me llena de resuellos.
Además, uno llega tan cansado al verano que lo único que desea es dormir una semana. Cosa imposible: los niños están de vacaciones y a las esposas se les ocurre que “hay muchas cosas que arreglar en la casa”.
Pero, como yo soy de esos tipos que aún creen que “la voz del pueblo es la voz de Dios”, pienso que debe haber alguna razón para que el estío produzca tanta alegría colectiva. A veces me convenzo que el verano (por lo menos en las semanas de vacaciones) es un regreso a la perdida “Edad del Oro” de la Humanidad.
Andar a guata y a patas peladas es una condición aborigen, que llevamos a cuestas. Hasta años atrás, los changos llegaban hasta La Ligua y Longotoma para evitar el estío nortino. Dicen que Los caciques ya preferían Zapallar y Cachagua. Allí se repartían –como ahora- el Chile que aún no existía.
Sin embargo, no creo que los genes sean suficiente razón para emular el viaje de nuestros antepasados. Menos para andar durmiendo en carpas, cocinando con bostas de caballos, comiendo trutros de pollos o huevos duros revueltos en arena o terminar con todas las carnes propias rostizadas por el sol.
Tampoco, para andar acarreando maletas de un lado a otro o viajando a ver algún pariente que tuvo la mala idea de construirse una casa en la playa. Los parientes son otras de las víctimas de los veranos.
Además, ahora la juventud cubre todos los espacios del verano. Es cuestión de verlos en los noticiarios de la televisión, con sus músculos, potos y tetas al aire en las playas. Los que ya contamos con más de “titantos” no provocamos conmoción alguna. Aunque andemos todo el día escondiendo la guata y aguantando la respiración para vernos más juveniles.
A mí, por lo menos, no me gusta tanto el verano, ni estoy dispuesto a hacer tantos esfuerzos para pasar algunos días frente al océano. Prefiero quedarme en mi casita, escuchando a “Los Beach Boys”, leyendo alguna novela marinera de Coloane o haciendo agua en mi boca un “Choco Panda”.
Todo junto al ventilador. Es que el calor me achicharra. Soy de los que creen, como decía el quillotano Ramiro Vicuña Rozas –según Joaquín Edwards Bello-, que: “Calor debiera hacer en invierno, cuando se le necesita y no en verano, cuando nadie lo necesita”.