Por Roberto Silva Bijit
Fundador Diario “El Observador”
El lunes pasado viví una intensa emoción en la celebración del quinto aniversario del Centro Cultural “Leopoldo Silva Reynoard”. Permítanme compartir esta visión sobre los que han entregado un legado a sus ciudades.
Como ya se sabe, Leopoldo Silva es mi papá y si ya es un gran orgullo que el Centro Cultural lleve su nombre, fue muy gratificante llegar al aniversario de la institución cultural y ver y escuchar a los actores de la Academia de Teatro Municipal hablar de don Polo o del Polo, como si estuviera vivo, aunque ya ha pasado una década desde su muerte, recordando sus acciones y la razón de sostener la memoria patrimonial.
Un actor con aspecto de periodista dijo que tenía que entrevistar a un jugador de San Luis, porque se lo había pedido don Polo para una crónica de “El Observador”. En medio del público, un jugador vestido con la camiseta amarilla y toda su tenida futbolística, jugaba con una pelota. Otro grupo de actores le preguntaba a la gente dónde está la Pajarera, porque ahí tenían que encontrarse otras personas. Otro joven vendía el diario.
Se referían a un Leopoldo Silva que fue refundador del San Luis profesional, al que instaló la Pajarera, al que impulsó todo tipo de acciones culturales y artísticas en la zona: el monumento al fundador, el carillón de la Parroquia, la reparación de la fuente principal de agua de la plaza, la creación del Centro Comunitario como espacio abierto, los años como dirigente del comercio establecido y sus luchas por colocar el arte en manos de todos los que quisieran tomarlo.
Era una forma distinta y novedosa de agradecer a los ciudadanos que dejan un legado en su ciudad. Pensé en tantas familias que tienen el nombre de un familiar en alguna institución de la comuna, en el orgullo que sentimos por la obra que dejaron nuestros mayores, pero especialmente, en las emociones que nos hacen recordar el tiempo que ese ser querido entregó a la comunidad.
Que las autoridades de la ciudad a lo largo de los años sigan recordando a los que ayudaron a que tengamos una comuna mejor es fundamental, sobre todo en un país donde siempre nos cuesta agradecer, recordar, premiar, valorar los gestos de los demás.
Una ciudad sin historia es más pobre espiritualmente. Hay que seguir poniendo nombres a lugares e instituciones, para seguir dando las gracias. Hay que darles nombres a calles y pasajes de las nuevas villas, con los mejores vecinos. No importa que estén vivos, mejor todavía. Bien por las graderías de los estadios que ya tienen sus nombres, bien por los aniversarios comunales donde se distingue a los mejores vecinos. Bien por la gratitud, que siempre hace tan bien.
Ya sabemos que hay vecinos que viven de la puerta de su casa para adentro, pero en verdad, hay muchos que viven también de la puerta de su casa hacia afuera, sirviendo a los demás, ayudando, colaborando, engrandeciendo a toda la comuna. La pandemia fue una oportunidad para que viéramos a muchos de esos grandes vecinos.
No hay rincón de nuestras ciudades en que no haya algún vecino o vecina, que con alegría hace tareas por los demás, por eso que llamamos la comunidad, que no es otra cosa que todos juntos en un espacio geográfico único y nuestro, un lugar que nos pertenece y que compartimos con miles de familias.
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