El tren Longino, un mundo aparte y una meretriz supersticiosa

Publicado el at 11:02 am
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Está de moda escribir de los trenes. Las páginas están traspasadas de textos que hablan de convoyes que van hacia todos lados, como si aún fuera cierto. Es que Chile fue una larga línea ferroviaria, con ramales a diestra y siniestra. Incluso, en varias de nuestras comunas había vías férreas propias que trasladaban, desde las estaciones, fardos, minerales, animales o personas. Eran los “decauvilles”.

Miguel Núñez Mercado
Reportero

La literatura está recuperando muchas de esas historias que no quieren desaparecer en el tiempo como lo han hecho los trenes. Hay textos impregnados de la nostalgia ferroviaria. El que se lleva las palmas es el desaparecido “Longino”. El Tren Longitudinal al Norte parece que goza de muy buen salud en la memoria de muchos. La Calera es, siempre, el inicio de ese viaje que no quiere dejar de transitar por los sesos.

Las metáforas que ha generado el ferrocarril son inagotables. Muchas tienen relación con la propia existencia humana, concebida como un viaje con sus estaciones y paradas, personas que se apean o suben a los vagones, un viaje que finaliza en un destino. “En el siglo XXI, el tercero ya de su existencia, y en contra de lo que presumían algunos agoreros, los trenes siguen siendo un medio de transporte económico, eficiente y popular. También, el más evocador y posiblemente el más literario”, escribió Julio Ortega Ilabaca en su libro “El maravilloso viaje del Longino”.

También, en su obra iniciática, “La Difícil Juventud”, el escritor Claudio Giaconi ubica a un par de jóvenes, que partieron desde La Calera, como protagonistas de uno de sus mágicos cuentos. El periodista Francisco Mouat recreó, desde su partida desde la estación de La Calera -aunque era sureño- los últimos días de vida de “El Empampado Riquelme”, quien murió seco en la pampa luego de bajarse del tren y emprender un viaje imposible por el desierto.

Hernán Rivera Letelier, en su novela “Los trenes se van al purgatorio”, hace una apología del viaje -largo, maloliente y transpirado- que llevaba, en cuatro días y cuatro noches, desde La Calera hasta Iquique a toda la diversidad humana. Un ciego que vendía peinetas, una madre que va en busca de su hijo muerto en las salitreras, un enano hablador en busca de su circo, un músico perseguido por el fantasma de la mujer que amaba.

También, el autor relata una anécdota -de una meretriz quillotana en las salitreras- que aún se cuenta en los escasos prostíbulos que quedan en la zona y que era la tradición y seña de mantener siempre en el frontis de la casa de remolienda una ramita de yerba que reemplazaba el letrero o la luz roja de los prostíbulos.

Escribió Hernán Rivera que “Alma Basilia -que quería escribir su oficio de puta a la entrada de su casa- desechó entonces la idea del letrero, pero colgó en la puerta una ramita de su árbol, que cambiaba religiosamente cada día de pago”. Según el autor, lo que había pasado con Alma Basilia, “es que la había enternecido mucho la creencia, entre las rameras de aquella época, que la ramita de salvia lloraba si al recinto entraba un visitante no grato”.

 

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