Por Roberto Silva Bijit
Fundador Diario “El Observador”
Fue un día domingo, exactamente a las 12 con 23 minutos. Un día de sol, con mucha gente en la plaza y las iglesias, con las familias en sus casas. Fue muy demoledor y lo llamaron el “terremoto cínico”, porque por fuera las casas y sus muros se veían más o menos bien, pero dentro las viviendas estaban en el suelo. Llegó a 7,6 grados y un movimiento intenso de la tierra.
En Quillota quedaron con problemas la parroquia San Martín de Tours, la Merced y la San Francisco, que debieron ser demolidas. Se salvó la iglesia Santo Domingo, que todavía está en pie (aunque los domínicos de Santiago la mantienen cerrada a los fieles) porque como dicen algunos, se está cumpliendo la profecía de la Beatita Benavides, que aseguró que mientras ella estuviera en el templo, sus muros no caerán. En todo caso, con la caída de la torre de San Francisco esa mañana, murieron una mamá y su hija de 18 años. Medio siglo antes, con el terremoto del 16 de agosto de 1906, cayó en Quillota la iglesia de los Agustinos, el frontis de la Santo Domingo y quedaron con heridas la parroquia y la San Francisco. En la ciudad hubo 49 muertos y cientos de heridos.
Los terremotos de 1906 y el de 1965, que fueron muy intensos y causaron graves daños, marcaron para siempre la arquitectura de nuestras ciudades.
Sin embargo, el mayor drama lo vivimos en la mina El Soldado, donde la ruptura del tranque de relaves hizo desaparecer a un pueblo entero, El Cobre, en El Melón, donde vivían entre 60 y 80 familias. Fue una verdadera catástrofe.
A mí me tocó presenciar parte de ese doloroso drama. Tenía 16 años y pertenecía al grupo scout de la Brigada Cristo Redentor del Instituto Rafael Ariztía, que dirigía el hermano marista Luis Ibáñez de la Rosa. Ya el lunes 29 de marzo, todas las patrullas del grupo estábamos trabajando en ayudar a remover escombros en casas particulares de Quillota, La Cruz y La Calera, en conjunto con Bomberos, Defensa Civil, Carabineros y personal del Ejército. Ese año cursaba el Cuarto Medio y era el guía de la patrulla Los Pumas. Estábamos a disposición de quienes nos llamaran para prestar ayuda. Así fue toda esa semana. El terremoto había dejado cientos de casas en mal estado. El jueves 1 de abril de 1965, desde el cuartel de Bomberos de La Calera, nos pidieron como voluntarios para cargar y trasladar en el carro bomba de escaleras, los ataúdes de las personas fallecidas en el relave de El Melón. Fue bien dramático porque los ataúdes eran unos cajones rectangulares, fabricados con tablas de pino en bruto, que en su parte superior tenían como única indicación dos letras grandes, escritas con pintura roja, que indicaban N. N. Adentro había un cuerpo, o una parte, o partes de varios cuerpos. Nadie pudo precisar lo que subimos al carro bomba. Cuando llegamos al cementerio de La Calera, en Nogales, vimos una gran cantidad de gente reunida en uno de los patios de la entrada. En la tierra seca, a punta de chuzo habían logrado hacer unas fosas, muchas fosas, una al lado de la otra. Había silencios y llantos desgarradores, mezclados con el viento que bajaba del cerro. El dolor estaba presente en todos los movimientos. Finalmente, nos pidieron bajar los ataúdes. Entre dos, cada uno por un lado, fuimos tomando los cajones de madera y dejándolos adentro de los nichos en tierra. Cuando terminamos, vi que mis manos estaban ensangrentadas porque desde el interior de los mal armados ataúdes, salía la sangre de alguno de los muertos encontrados en los últimos días de búsqueda en el relave. Los llantos se transformaron en gritos cuando los familiares comenzaron a lanzar la tierra que estaba al lado de los fosos para tapar los cajones. Ese sonido seco de la tierra golpeando la madera no se me olvidará jamás. Una despedida dura, con tierra dura y en un episodio duro como la misma caliza.
Los terremotos también dejan heridas en nuestro corazón.