Por Roberto Silva Bijit
Fundador Diario “El Observador”
Fue un crimen brutal. El juez condena a un tipo y lo encarcelan. Desde atrás de las rejas, el reo contrata a un bandido y le paga para que vaya a matar al juez. Y así lo hizo, lo siguió a la salida del tribunal y antes de que el magistrado llegara a su casa, en calle Pudeto, casi al llegar a Blanco, le clavó una daga en el corazón. Ahí cayó el juez y el asesino se arrancó en dirección a las casas que estaban al pie del cerro Mayaca.
Era el viernes 20 de mayo de 1911. Se suspendió hasta el desfile del día siguiente. El crimen tuvo impacto nacional e internacional, no se conocía ese tipo de asesinatos por encargo desde la cárcel.
Quillota había alcanzado el triste récord de tener al primer mártir del Poder Judicial de Chile y el primer caso de sicariato en el país.
El tema volvió a la memoria con el lanzamiento del libro “El asesinato del juez Araya”, una entretenida novela del actor y escritor Ivo Herrera Ávila, que mezcla muy bien la ficción con la realidad. Incluso manteniendo los nombres reales de los protagonistas de los hechos, Ivo Herrera recrea el vil crimen y pone en relieve la geografía de los bajos fondos quillotanos, con el drama que vivió un hombre bueno y justo, que fue víctima de gente del mundo de la delincuencia.
Hay que destacar que esta es la tercera novela de Ivo Herrera, ya que antes había publicado “El hombre del maletín”, con peripecias en torno al fútbol profesional y “Pacto en el Mayaca”, con una trama que envuelve un hallazgo arqueológico con brujerías.
La ciudad de Quillota quedó tan conmocionada que hizo contribuciones para construirle un mausoleo al “querido y malogrado” (como dice la placa) juez Ramón Araya Arenas, muerto como víctima del deber cumplido. Al ingreso del camposanto, a mano izquierda, con vista sobre toda la ciudad, se encuentra su solemne tumba.
El sicario que lo mató, Alfredo Brito Brito, alias “El Canteado”, recibió 450 pesos por el crimen. Era un bruto contratado para matar. Un hombre de la orilla de la sociedad, sin conciencia real de lo que hizo. Lo pillaron esa misma noche y con las manos todavía con sangre. Fue condenado a muerte y fusilado en la cárcel de Quillota el 1 de julio de 1912. Fue el único que pagó el crimen con su vida, ya que quien lo contactó, Juan de Dios Calderón, conocido de Brito, terminó pasando preso poco tiempo para después quedar en libertad.
Lo peor fue que el autor intelectual del crimen por encargo, Eloy Pérez, que fue también condenado a muerte, logró conseguir bajo cuerdas un indulto presidencial (práctica que se ha mantenido) y después de unos pocos años quedó en libertad. Nunca pagó el asesinato que ordenó. Venía de maniobras oscuras, ya que había estado en la cárcel por causar un incendio para cobrar el seguro. Y en ese incendio hasta murió una persona. Pérez era un hombre sin principios ni ley.
El juez Araya gozó siempre de gran prestigio en la ciudad, como un respetado miembro del Poder Judicial. A fines del año 2013, se realizó un emotivo homenaje en el edificio que alberga al Tribunal de Juicio Oral en lo Penal y al Juzgado de Garantía de Quillota, colocándose una placa con el nombre del juez que fue “un hombre de convicciones muerto en el ejercicio de sus funciones”, como señala el texto. En el acto en el que estaban los descendientes del juez, que tiene cinco generaciones de abogados, habló el presidente de la Corte Suprema y María Catalina Araya, también abogado, para entregar la Corona Fúnebre que en 1911 se publicó en Quillota con la dolorosa muerte del juez.
El destino, que no perdona, quiso que en el mismo recinto donde se realizó la ceremonia para poner el nombre del juez Ramón Araya Arenas, haya sido también el mismo lugar donde el pelotón fusiló a su infeliz asesino, “El Canteado”.
La historia, a veces, parece fantasía.
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