Luego de 32 meses, el 26 de mayo terminó la era de Miguel Ramírez Pérez al mando de San Luis. La estrepitosa caída como local ante Universidad de Concepción llevó a que acordara su salida con la dirigencia canaria.
Era el momento propicio. La pobre campaña del plantel en este torneo -apenas 11 puntos y 9 goles en 15 partidos- hacía insostenible su permanencia y el descontento cundía en parte de la hinchada, que ese día desplegó lienzos y pidió su salida dentro y fuera del estadio. También exigían que se fuera el presidente Manuel Gahona, pese a que es el único accionista que se ve por el “Lucio Fariña”.
Era propicio además, porque terminaba la primera rueda y el receso mundialista de dos meses permitiría conseguir un nuevo técnico que lidere el salvataje de un plantel perdido y golpeado, que pelea el fondo. En este tiempo, el nuevo DT podrá conocer al plantel, imponer su sello y elegir con pinzas a tres verdaderos refuerzos y al reemplazante del lesionado Lucio Compagnucci.
Soy un tipo agradecido y entendiendo que el ciclo de Ramírez ya venía en baja, por varios síntomas evidentes, se me hace un deber reconocerle algunas cosas que logró al frente del club. Primero, desde el retorno de los 13 años en el infierno de Tercera División -que marcó un quiebre casi refundacional en el club- San Luis nunca estuvo tanto tiempo en Primera División y sin pasar zozobras.
Pero además, a Ramírez se le agradece que los siempre centralistas ojos del fútbol chileno se posaran en un club de provincia, por la dinámica e intensidad que imprimió a un cuadro sin grandes nombres, pero que bajo su mandato fue capaz de desdibujar y derrotar varias veces a los llamados “grandes”. No solo su juego puso a los canarios en la órbita de la prensa especializada. También la presencia de dos campeones de América -Ramírez y el preparador físico Marcelo Oyarzún- en el cuerpo técnico.
“Cheíto” destacó además por ser siempre un técnico caballeroso, educado -muy paciente, incluso- y dispuesto a dar la cara en las buenas y en las malas. Incluso cuando su discurso se volvió repetitivo y poco autocrítico, consecuencia de una especie de mareo futbolístico, con un equipo que no respondía a sus intenciones y que terminó acelerando su salida.
Sus detractores dicen que Miguel Ramírez vino a San Luis a hacer la práctica y algo de eso hay, pues era el primer equipo profesional que dirigía. Antes solo había sido ayudante de Jaime Vera y su paso por Quillota sin duda le ayudará en su formación como un entrenador aun promisorio, que puede dar mucho.
Y es que, visto desde fuera -por un no técnico, pero aficionado al fútbol casi desde la cuna- queda la impresión que puede mejorar algunas cosas. Por ejemplo, entender que el fútbol es dinámico y tiene momentos, por tanto, un equipo no puede jugar siempre igual. Hay ocasiones para meter, correr y presionar, y otras para adormecer el partido, como el mismo ordenó ante Antofagasta para mantener la categoría. También que los jugadores de “ida y vuelta” son muy buenos y si se matan entrenando, mejor. Pero además están los Suazo y hasta los Compagnucci, que tienen otros ritmos y virtudes, y un equipo siempre necesita a un distinto. Lo último tiene que ver con las “culpas compartidas”: debe aprender a pelear por los refuerzos que quiere, para que los dirigentes los traigan o por último, algo que se asemeje. Porque si no tiene los nombres para aplicar su sistema y filosofía de juego, a ratos arriesgado, el riesgo de fracaso es grande.
Gracias Miguel Ramírez y mucho éxito en lo que venga. Y a Diego Osella, los mejores deseos en el proceso que empieza. Ya habrá tiempo para hablar de él.